lunes, 29 de noviembre de 2010

EL GORDO DE MARACAIBO

cuento que no es cuento---

El día viernes al fin recibí el nombramiento anhelado: Espía. Mi ingreso a la multinacional harinera había ocurrido una década atrás. Sometido a un intenso entrenamiento mis superiores me consideraban capacitado para las misiones necesarias en las programaciones de producción y ventas.

Mi visita a Pepe Ganga permitió proveerme del atuendo acorde a la categoría de un 007. Pequeños detalles marcaban las diferencias pero en mi opinión solo un ojo altamente entrenado sería capaz de detectarlo. Sandalias plásticas (imitación cuero) diseñadas y confeccionadas por el Maestro Mario Linguini; vistosa camisa “Pedro Zapata” cien por cien poliéster; bermudas “Gonzalo Cordero” y un par de calzoncillos media pierna, setenta y cinco por ciento nylon y el restante veinticinco por ciento en polyamida.

Una llamada telefónica fijó la fecha de mi iniciación. Debí acudir a las oficinas de la empresa para tener conocimiento de mi misión. Empaltozado, cubierto con un pequeño sombrero de fieltro, lentes obscuros y simulando una gran gripe, un pañuelo contribuía más a ocultar mi rostro.

Tras un gran escritorio; sin un papel ni objeto alguno a excepción de un gran cenicero repleto de colillas de cigarrillo y un galón de escocés del cual solo quedaban restos se escudaba mi supervisor. Un gran ventanal a sus espaldas impedía ver sus facciones. No obstante una pronunciada nariz y grandes ojos le daban semejanza a un viejo buho. Precisas y rápidas fueron sus instrucciones. Destino: El lunes en Maracaibo. Misión: Detectar el porcentaje de aserrín que la Fábrica de Pastas Lamini agregaba a sus espaguetis. Nuestra competencia se vanagloriaba sobre la calidad de su harina. Los cabezones de la empresa para la cual trabajaba preferían atribuirlo a algún ingrediente secreto que agregaba el pastificio. Era mejor eso a tener que admitir que realmente no servían para nada.

El viaje fue accidentado. Transitar por caminos vecinales, tormentosos ríos e intrincadas veredas dificultaban el avance. Al fin al llegar a Capatárida pude contactar a un viejo piloto que en su ultraliviano me llevó a Maracaibo. Bueno... a su cielo; desde donde me lancé en paracaídas, aterrizando en el techo del Hotel Cristó (si, con acento en la ó). Fui “recepcionado” por Anita, bella estudiante de periodismo provista de adorables senos. Sin preámbulos me advirtió: Cualquier dama que pretenda acompañarlo debe estar provista de la documentación que le acredite como su legítima esposa. Están prohibidas las visitas de hombres. No se puede meter comida de contrabando. Solo debe bañarse con el jabón provisto por el hotel. Prohibido orinarse en la piscina. Para el uso del ascensor debe esperar que su capacidad de transporte esté cubierta, etc, etc. Pretensiones de Waldorf Astoria para casi una pensión.

Tal como me habían enseñado planifiqué mi estrategia. Anita la recepcionista podría ayudarme. Con mi indumentaria 007 me dirigí a la piscina. Tras unos chapuzones compré un par de torontos que obsequié a quien sería mi cómplice. Sin dudas estaba conquistada. Una breve llamada y una discreta pregunta me dieron una pista: A pocos metros, en la Avenida Cecilio Acosta había una venta de libros usados propiedad de un gordo. Su padre era un alto ejecutivo de Pastas Lamini. El gordo, de origen ítalo colombiano era todo un personaje. Amplia cultura. Profundos conocimientos sobre casi cualquier vaina y un círculo de amigos totalmente fuera de lo común. Debía prepararme rápidamente. Con apresurados pasos adquirí en la Librería Cosa Verde un Almanaque Mundial. Los cien mejores libros, los cien más altos montes, los cien grandes edificios, las siete maravillas del mundo. En fin un caudal de sólidos conocimientos que me permitiría la infiltración en tan selecta claque cultural. Con una vieja pipa sin encender colgando displicentemente (de mis labios, claro) ingresé a la librería. Rumas de Selecciones del Digest. Rumas de Almanaques Mundiales. Rumas de Vanidades y de Buen Hogar. A los lados serios libracos de extraños autores. No estaban Corìn Tellado, Marcial La Fuente Estefanía ni siquiera el clásico de mi paradigma: Iang Fleming. Algo me sonaba de mi lectura del Almanaque Mundial: Borges, Sthendal, Virgilio, Diego Armando Maradonna, Marx. Los entreabrí. Quien iba a comprar esas cosas que no tenían ni siquiera un dibujito... Una agradable señora atendía la clientela. Le pregunté por algo extravagante: Las profecías de la Gran Pirámide. No las tenía. Me explicó que en el transcurso del día se habían vendido más de setenta ejemplares. Quienes los compran y los leen, nada màs que empiezan a desarrollar su inteligencia se niegan a tener basura en su casa y con rapidez las venden por lo que les den. -Pero no se preocupe “mi don” que dentro de poco viene mi hijo y lo más probable debe haber recogido otros ejemplares que tendrá usted disponible - . La librería era una mezcla de museo, basurero, librería, bar de mala muerte orlado por inhóspito hedor. Este no provenía de las flatulencias emanadas por los visitantes sino de algunos libros adquiridos en una vieja librería propiedad de un ruso que estaba en las proximidades de la Plaza Baralt, librería que servía también como hospicio de gatos hambrientos y ratas huidizas. Continuaba mi exploración cuando una voz chillona y petulante me sacó de mi abstracción. A unísono, entre los clientes y asistentes presentes se escucho un murmullo de admiración: el gordo...

Un desajustado y muy gastado jean; una camisa de cuadros bañada en sudor, una auténtica correa negra de hilo con hebilla de cobre proveniente de un GESTAPO asesinado en los puertos de Altagracia y unos zapatos deportivos (tennis o gomas) de color indefinido. Cabello rubio. Barba de igual tono y unos misteriosos anteojos Ray Ban que impedía definir su mirada. Fuimos presentados por la amable señora y realmente me cayó bien el tipo. -¿ Que desea? . Estoy a sus órdenes... – Bueno, mire, este, sabe. Bueno en fin quisiera un ejemplar de Las Profecías de La Gran Pirámide de un tal... –Ya sé coño; de Benavides. Tómelo. Se lo regalo. ¿Podría ayudarlo en algo más?. Si, mire, este, usted sabe donde queda algún restaurant que haga comida italiana que utilice alguna pasta fabricada aquí en Maracaibo y que sea buena... Mi sutil e inteligente interrogatorio rindió su fruto: -No hay mejor pasta que la que hago yo y en segundo lugar la que fabrican donde trabaja mi padre: Fábrica de Pastas Lamini - Modesto el gordo...
En la noche pude conocer al padre del gordo. Sus profundos conocimientos sobre el negocio de la pasta me dejaron boquiabierto. El secreto de la calidad de la pasta que elaboraban: No utilizar harina. Lo simple de la misión me dejó boquiabierto. La buena vida que me estaba dando en el hotel, unos condimentados chorizos que el gordo vendía en la noche y las bondades del clima me inclinaban a salpimentar mi misión y no dar a conocer los resultados de inmediato:
La librería era un centro de reunión que cada día era más famoso. Acudía un simpático yoga, experto en matemáticas al cual el gordo denominaba cariñosamente “enano”. Una de sus demostraciones favoritas era tomar una venda perteneciente a una momia –solo había la venda- que el gordo tenía entre sus colecciones y tragársela para limpiarse el tracto digestivo. Un par de horas mas tarde se bajaba los pantalones y con pasmosa lentitud la extraía de su ano. Un fotógrafo excéntrico y un experto en cine expresaban sin medidas sus conocimientos. Un cojo, publicista que se vanagloriaba de tener su extremidad cortada equiparable a su miembro sexual. Completaba el cuadro un beattlemaníaco, algunos hippies trasnochados, dos pintores y un enjambre de correveidiles entre los cuales destacaba un aspirante a periodista y un experto en armas utilizadas por la OTAN.
Los días transcurrían en diversos jolgorios que se iniciaban a las ocho de la noche.. Consumíamos cerveza hasta el amanecer. El gordo compraba unas bolsas inmensas de chicharrones picantes los cuales consumíamos con deleite. El local no tenía sanitario. Orinábamos en bolsas plásticas las cuales, con un fuerte movimiento centrífugo las lanzábamos al medio de la calle.
El gordo abría tarde el negocio. El cansancio se reflejaba en su rostro. Trataba de dormitar pero su pénfigo gluteal le impedía un descanso satisfactorio. Maldecía constantemente y una de sus aficiones predilectas era disparar perdigones a una imagen de San Benito. Irreverente absoluto y ateo consumado eran sus principales características. Llegó inclusive a comprar hostias para con ellas hacer emparedados de salchichón, anchoas y morcilla o nos hacía orinar en un envase vacío de pinesol para luego trasegar a un envase más pequeño la mezcla de orines y con ese menjurge amanecer en las iglesias de la ciudad y verterlo en las pilas de agua bendita. Se moría de la risa cuando algún devoto recogía un poco de la santa agua para mezclarla con agua potable y beberse una copita diaria que supuestamente le curaría algún mal.
Una llamada al hotel acabó con mis devaneos. Una nueva misión me esperaba. Fui trasladado a Carúpano para iniciar una misión secreta en la cual inculcaría a los peces de la fosa de Cariaco una nueva afición alimenticia. El objetivo era impulsar la venta de nuestros productos al incluir un nuevo sector de clientes: Los peces.
Más de tres años transcurrieron. Sorpresivamente fui nuevamente trasladado a Maracaibo. Había que prolongar la misión al lago para así incrementar nuestra clientela pero hacia un nuevo status: Peces de agua dulce.

Jopsé Hermoso Sierra

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