miércoles, 23 de diciembre de 2009

LOS PEDORROS Y LAS PEDORRAS

Los pedorros y las pedorras
(Una mirada desde el arrabal)
Saúl Hurtado Heras
Ni para qué espantarnos: todos nos echamos pedos. El pedo es la realidad inevitable de todos los seres humanos. El pudor, el prejuicio, los escrúpulos, orillan a las personas a negarlo; o por lo menos, a reservarlo para ocasiones propicias; es decir, en la soledad, para evitar la mofa o el incomodísimo sentimiento de culpa por dejar escapar un pedo en un momento inoportuno. A veces se reserva para las reuniones de excesiva confianza, en las que, de cualidad deleznable, la pedorrera se transforma en un gracioso atributo. Existen exhibicionistas que hasta en el pedo encuentran la oportunidad de enseñar su existencia. Entonces alzan la patita al momento de tirárselo, apuntando, como si de un proyectil se tratara. En ese caso, se establece una com­pe­tencia, a ver quién se tira el pedo más tronado y más apestoso.
Seguramente, este escrito provocará, por su contenido (o cuando menos por su tono), reacciones diversas. No faltará quien con el morbo a flor de piel lo lea con sonrisita cómplice como reconocimiento de su condición pedorra (hagamos una prueba: quien lea esto y se ría, es un pedorro o una pedorra). Pero tampoco faltará quien a las primeras líneas lo bote, asqueada o asqueado, repudiando el sacrilegio de tratar con tal desparpajo uno de los grandes tabúes de la historia humana.
Y es que nadie quiere hablar del pedo, pues se trata de una de las excreciones más despreciables. En su rechazo hay una tendencia mística a negar la vulgaridad del cuerpo. Negar la naturaleza del pedo es como vivir en un mundo de hadas, acaso porque los sentimientos más sublimes le apuestan al espíritu, no a la materia. En general, todo lo que tenga que ver con el cuerpo causa aversión: las heces, las ventosidades, los mocos, el pus, la orina, la baba, etcétera, aunque algunas de estas excreciones, al asociarse con el sexo, despiertan senti­mientos contradictorios entre el deseo y el rechazo. No creemos que sea descabellado pensar que son precisamente estas excreciones las que están asociadas al desenfreno sexual. Sacarle un pedo a la pareja durante el acto sexual puede ser la más evidente prueba de su posesión porque significa apropiarse de su más celosa intimidad. El varón festeja en eufórico silencio el pedo de la damisela, que lo mira incrédula y avergonzada, resignada e impotente por la incontinencia del pedo que la descubre ante el otro como un ser terrenal. Esto sucede en una primera fase de la relación, cuando la pareja aún no se atreve a tirarse pedos con absoluta naturalidad. Estamos, paradó­jicamente, todavía ante una relación de manita sudada. La primera vez que se revelan recíprocamente como pedorro y pedorra, los ojos les palpitan entre sentimientos encon­trados de culpa e inocencia. Más tarde será una cosa muy distinta.
Freud diría que un equivalente natural de la civilización es la “sublimación del pedo”. Contener un pedo es un gesto de cortesía con el acompañante para evitarle el riesgo del mal olor. El autodeclarado “natural”, que no está dispuesto a contener el pedo para una ocasión propicia, es un barbaján, un cimarrón, un incivilizado, un bajo, un vulgar, un ordi­nario, un arrabalero que no conoce las más elementales normas de la convivencia; y si las conoce, no quiere acatarlas. La vida en sociedad nos enseña, desde muy temprana edad, a educar nuestra maquinita de hacer pedos. En la escuela aprendimos a no tocarnos las orejas ante la evidencia pestilente del pedo: “¿quién se lo echó?”, “¡el que tenga las orejas calientes!”. Y ahí viene el despistado a tocarse las orejas, temeroso de tenerlas hirviendo.
Sin embargo, algunos no sólo se reconocen como pedorros, sino que alardean de científicos o hermeneutas del pedo. A una persona le gustaba medir la extensión de sus pedos con la retórica de su discurso. Comenzaba a pedorrearse pausadamente al tiempo que empezaba a hablar y terminaba ambas acciones a la vez, como si la pedorrera fuera la cuerda de su discurso. Era, por supuesto, un discurso largo, largo, largo. No conforme con eso, esta misma persona se propuso averiguar las propiedades del pedo y, recostada en la cama y abriendo los pies, accionaba un encendedor que colocaba muy cerca de su ano al tiempo que soltaba sus ventosidades. Se moría de júbilo al mirar cómo la flama se incrementaba con la ventosidad, como si le echaran gasolina. “Este pedo me anuncia que debo cagar”, dice el festivo caminante luego de haber perfumado un largo tramo de su camino con su escandalosa pedorrera. Entonces se para, se baja los calzones y comienza a defecar al aire libre y a aliviar la enfermedad del pedo, que con frecuencia no es otra cosa que el síntoma de materia fecal no evacuada. Pedo tras pedo significa que no se ha tomado la suficiente agua para liberar el excremento o simplemente que no se han querido dejar escapar antes. En este caso, hay que señalar las excepciones cuando el cuerpo, como efecto de la ingestión de ciertos alimentos, se hace naturalmente pedorro porque se llena de gases. Por ejemplo, la ingestión abusiva de bebidas gaseosas repercute, irreme­dia­ble­mente, en una mayor producción de pedos.
“Tanto pedo para cagar aguado”, dice el refrán, porque, según su sentido literal, al pedo lo “empuja” el excremento sólido. La chorrera no anuncia su llegada. Al contrario, es la más traicionera. Va el entusiasta galán a su cita, en busca del “sí” de su dulcinea y, al saberse solitario, no siente remor­dimiento alguno de soltarse un pedo. De pronto, advierte que no es propiamente un pedo, sino algo aguadito lo que ha salido sin que pueda ya evitarlo. No hay más remedio: a cambiarse los calzones y a postergar la oportunidad del “sí” para una mejor ocasión. Es el pedo más afortunado porque llegó con “premio”.
No faltan quienes creen que la pedorrera se mide con la intensidad de la carcajada. Los de carcajada escandalosa son los más pedorros, dicen los partidarios de esta creencia, pero eso es puro mito. Lo más común es creer que los más pedorros son los autores de los pedos de más resonancia, pero eso es igualmente falso. Ojos vemos, culitos no sabemos. Miramos en la calle una auténtica beldad y nos invade una culpa criminal y sacrílega cuando imaginamos que ella sea capaz de tirarse un pedo. Nos negamos a creer que pueda soltarse la más ingenua plumita. O, por lo menos, nos inclinamos a negar el más característico atributo del pedo: su apestosidad. “En ese culito, ni los pedos hieden”, dice el lujurioso al ver aparecer al angelito hecho mujer, pavo­neándose por la calle. Pero, en su intimidad, ese angelito es capaz de marchitar las flores con su pedorrera, dependiendo de su opípara apetencia del día. O quizás, desinhibida, lance letales bazucazos, capaces de estampar un gato en la pared.
Pedo, pedito, pluma, plumita, flato, cuesco, ventosidad, pum, gas, soplido... toda una infinidad de términos para referirse a la misma burra, nomás que revolcada, según el contexto. Por lo común, un bebé se echa “peditos”, si es su madre quien lo cuenta a una amiga; en la escuela, los chamaquitos se echan plumas; o plumitas, si son de kinder. Pum es el término del extrovertido que intenta, con la onoma­topeya, reproducir el sonido del pedo; el pudoroso siente como si al pronunciar la palabra pedo matara un cristiano y por eso se limita a llamarle gas o flato.
Algunos prefieren utilizar el término “pedo” para significar otros conceptos: “ya andas pedo, ¿verdad?”, se le pregunta al borrachín; “no hay pedo”, dice el condescendiente para indicar que “no hay problema”. Pero del gas que sale por el ano, no tan fácilmente se habla. A algunos de plano les parece una desfachatez el asunto de los pedos. Quizá desearían que con negarlos dejaran de existir. Cuando oyen hablar de pedos en una reunión, pelan tamaños ojotes, como si se les estuviera acusando de asesinato y se alejan como quien se aleja de un apestado. Cuando más, los aluden con ironía o con fallidos eufemismos: “¿qué quieres hacer: pipí, popó o pupú?”.
Nuestra ingenuidad infantil nos hace creer que existen personas que nunca han paladeado la delicia de tirarse un pedo simplemente porque en esa ingenuidad creemos no haberlos escuchado ni olido. Una persona adulta sostenía muy convencida que su “abuelito” no se echaba pedos. “¿Por qué lo aseguras tan convencida?”, se le preguntó y ella contestó con la misma vehemencia: “porque yo nunca he escuchado que se eche uno”.
Sólo en contextos de excesiva confianza se le trata sin ningún miramiento. En una abierta deliberación, alguien decía muy convencido: “Hueles el pedo de otro y te da un chingo de asco, pero hueles el tuyo y hasta te tapas con la cobija para darle el toque”. Y es que mientras más apestoso, más exorcizado se siente el autor, como si con el hedor se escaparan los demonios de la insania que lleva dentro. Y la cama es el lugar más propicio para la ubérrima producción de pedos. Y es al comienzo del día, el despertar, cuando se liberan los pedos más intensos, como si la inconsciencia onírica no se hubiera apiadado de su ansia de libertad. Como el gallo que al iniciar el día bate fervoroso contra su pecho sus viriles alas, así las personas saludan al nuevo día con un estruendoso pedo que les confirma que todavía siguen vivas. Este es el pedo mañanero.
¿Pedo mañanero? Sí, porque hay muchos calificativos. Pero, en general, sus adjetivos están vinculados a tipos sociales para significar las características de un pedo. El pedo de arriero, o el pedo de albañil, son los más repudiables porque se consideran los más vulgares, como si en verdad los pedos de estos tipos sociales fueran los más deleznables; como si en verdad las figuras públicas fueran incapaces de semejante vulgaridad. Esto se cree porque no abundan testimonios de la naturaleza pedorra de grandes figuras, como por ejemplo, un presidente de México o de Estados Unidos, o sus respectivas esposas. Si los pedos de unos y otros se enfrentaran en exacerbada lucha de tú a tú, seguramente descubriríamos cuán vulgares son unos y otros. Eso, sin tomar en cuenta el desenfreno alimenticio en que con frecuencia incurren las figuras públicas. Existe también el “pan de pedo”. Algunos le llaman así al pan de feria que se traslada en canastas, en las que las cansadas vendedoras se sientan, como si fueran sillas, llenando el pan de pedos, según.
Llega el momento en que el olor queda en segundo término y lo único relevante es el hecho de constatar que también los otros se echan pedos. Si huelen, si no huelen, no importa; lo que importa es la novedad de haber descubierto inesperadamente que creerse los más pedorros o las más pedorras es producto de la subjetividad. A una educadora se le quitó la maña de tirarse pedos en el salón de clase, en presencia de sus alumnos, cuando uno de ellos la descubrió. Creyendo que sus pedos no olían porque ella no los olía, o menospreciando la capacidad de sus alumnos, quienes seguramente se echarían la culpa entre sí en caso de pestilencia, la maestra se los soltaba sin miramientos. Pero un día dos chiquillos pusieron cara de fuchi. “Se echaron un pedo”, dijo uno en voz baja, espantándose el olor con la palma de la mano. El otro, atrevido, acercó su naricita a las nalgas de la maestra, que estaba parada al lado de ellos, y con absoluta certeza le dijo a su compañero, con cara de júbilo y agitando las manitas, como si quisiera volar: “¡fue la maestra!”.
Hay quienes creen que hasta para ser pedorros existen clases sociales, jerarquías, pero que es difícil distinguir quién es uno y quién es otro. Como mucho de este sano y natural ejercicio de la pedorrera se realiza en secreto, al menos en un alto porcentaje, es difícil descubrir esta oculta realidad. Esto se resolvería si la ciencia nos hubiera dotado ya de un pedómetro, un aparato inventado ex profeso para medir las dimensiones del pedo con base en variables diversas como su intensidad, su fetidez, su frecuencia. Este aparato podría colocarse en el ano de los pedorros sujetos a observación o donde los peritos eligieran como el lugar más apropiado para garantizar óptimos resultados en la averiguación. Pero mientras el pedómetro no llegue, seguiremos considerando la resonancia como el único factor de medición. Habría que imaginar la cantidad y la intensidad de sonidos que se producirían en los más concurridos espacios públicos si, en lugar de la censura, cada individuo se instalara un micrófono para reproducir el sonido de todos los pedos liberados de una manera natural y espontánea; es decir, en el preciso momento en que “piden” ser liberados. Sería como si cada pedorro ofertara sus pedos apelando a sus estruendosas virtudes, como quien confía en el altavoz para ofrecer un periódico de discutible calidad, vendido a fuerza del escándalo: “¡compre sus pedos, fresquecitos, de resonancia comprobada, como usted lo ha podido atestiguar!”. Un concierto de pedos así, en un concurrido espacio público, sin excepción de pedo alguno, convertiría el lugar en una larguísima e interminable “perorata” de pedorros sin acuerdo definitivo.
Ante el fenómeno inevitable del pedo, las reacciones son interminables. Muy pocos aceptan reconocerse como pedorros y ante las evidencias lo más común es buscar las justificaciones más absurdas. A un intelectual se le escapó un pedo y de inmediato se apresuró a explicar: “estamos al aire libre”. Un burócrata, agarrado con las manos en la masa en una imprevista visita, muy cordial hizo pasar al visitante a su escueta y encerrada oficina: “pásale, pero yo soy bien pedorro, ¿eh?”, le advirtió, justificándose del ambiente que prevalecía y del que tal vez ni se hubiera percatado el visitante de no haber sido por la apresurada y nerviosa aclaración del anfitrión. Una colegiala había dejado escapar un pedo y para despistar a sus compañeros intentaba rascar el piso con el zapato, insinuando que de allí provenía el ruido; pero sus compañeros, nada desatentos, distinguían claramente el sonido del zapato del que antes habían escuchado y no se comieron la píldora de la simpática y desafortunada rascadita. Una niña lloraba asqueada siempre que olía uno. “¡Se echaron un pedo!”, chillaba impotente, buscando y repudiando al autor, que con frecuencia quedaba en el anoni­mato. Al no ver cumplido su capricho, un pillín chantajeaba a su madre, aprovechando que ella se había echado un pedo, y comenzó a gritar a todo pulmón: “¡vecinos, mi mamá se echó un pedo!”. La madre no sabía si reprenderlo o pasarle una lana: no fuera a ser que los vecinos lo escucharan. Una señora de edad avanzada se había alejado ligeramente del círculo de amigos para soltarse, a escasos metros, un silencioso pedo. Cuando advirtió que su estrategia no había funcionado, se quedó pas­mada, boquiabierta y pelando los ojos, aceptando su fallido plan. En un terreno intrincado, cortésmente el novio ofreció cargar en su espalda a su novia, a quien la naturaleza de su calzado le hacía muy difícil avanzar. Al momento de echársela a machis, en la espalda, le sacó un pedo a la novia, que no paraba de reír, avergonzada. “Pero si yo soy el que va haciendo el esfuerzo, no tú”, le recriminaba el sarcástico novio, mientras ella cambiaba de colores, risa y risa, sin medir los riesgos de que se le salieran muchos otros. En la iglesia no se puede ser tan infame, por ser la casa de Dios. Curiosamente, los pedos de los feligreses parecieran ser auténticas bombas de destrucción masiva, pero ni para reclamar nada. Al contrario, hay quienes soportan con gallardía “el paso del huracán” quizá porque estiman una oportuna expiación de culpas al soportar el hedor. Pero en el transporte público, es decir, “en la casa de nadie”, es donde se cometen las acciones más criminales: “¡hijos de su puta madre!, ¡cuando coman cuervo quítenle la carroña, cabrones!”, gritan los más agresivos para mitigar, un poco, la ofensa de la que han sido objeto. Y el maldito pedo se la pasa vuelta y vuelta por mucho tiempo y el autor queda en el anonimato. Por fortuna, pues no faltaría un atrevido que, sin pensarlo dos veces, le apretaría el cogote, a ver si así se larga la criminal fetidez.
Estimado lector o lectora: esto no es una declaración de guerra contra el pudor, mucho menos una declaración de honor; es simplemente una invitación a contribuir a develar los variados misterios del pedo. Es también una invitación a construir una especie de teoría del pedo, con base en la abundante cantidad de chistes y anécdotas, incluidas las más sesudas reflexiones sobre el tema desde cualquier punto de vista. Como las anécdotas son inagotables, se le agradecerá su colaboración en la noble causa de la revelación del pedo en la historia social de la humanidad.

Tomado de Letralia