lunes, 29 de noviembre de 2010

EL AÑAGAZADOR

Dedicado a José Aranguren

EL AÑAGAZADOR


La vio saliendo de la misa de diez. La misa por la cual desfilan las mujeres bellas. Las que se dan tiempo para el descanso reparador y para el maquillaje mañanero que con el añadido del embriague afrutado de un liviano perfume hace palpitar el corazón de los aspirantes a compartirlo. Bella pero modesta. Coqueta sin petulancia, Con garbo pero sin desprecio. Trató de abordarla pero perdió tiempo en el asalto. Otro joven se adelantó y… bueno, que puedo hacer. Solo tenía su verbo y su capacidad de añagazar. Esto lo había aprendido de un viejo relancino nativo de su pueblo, Ortiz; que aseguraba haber escrito Casas Muertas y que Miguel Otero se lo había plagiado. Habían sido muchas las horas que el aún niño atendió las consejas de “cuento e´bruja” como se le conocía en el pueblo. Aseguraba que fue torero, gerente de banco, vicepresidente de Belice, corrector de Rómulo Gallegos y amante de una de las mujeres de Juan Vicente Gómez.

El resto de la mañana, toda la tarde y en la noche, hasta amanecer, con un clavo de especie en la boca, José planificaba añagazas para poder abordarla. La joven provenía de una familia muy decente y bien nombrada. La merodeaban pretendientes trabajadores o con buena posición económica y José, nombre de nuestro personaje no reunía las condiciones. Apenas reunía real y medio y cuartillo para poder ir al cine, regalándole el cuartillo al portero para que lo dejara colear y utilizando el real y medio para tomarse una Cola el Polo y cuatro golfiaos de a locha.

Pasó la semana pensando. Lástima que no tenía un diente roto como aquel personaje del cuento, pero uno que otro palillo de dientes que tomaba de las mesas de la Bombonera le servía de sustituto. No se puso en toda la semana la camisa que su mamá le había regalado en diciembre. El pantalón “ruxton” de caqui, con el cual presumía en los arrocitos tampoco se lo puso. Insistió ante su mamá que ambas prendas fuesen almidonadas y planchadas cuidadosamente. Los zapatos del estreno de diciembre los dejó puliditos, utilizando la crema Shinola de su amigo Rubén y alcohol de quemar sacado a escondidas de la lámpara de Reyito. Hasta le echó crema por debajo para que al arrodillarse en el templo se viesen como recién estrenados. Sin que su tío lo notara, le birló la inyectadota y con ella se fue a la casa de Moisés, a quien, pidiéndole permiso para ir al baño, le sacó unos cinco centímetros de colonia Yardley del frasco que siempre dejaba media destapado encima del tanque de la poceta para disfrazar los hedores cuando vaciaba su vientre.

Llegó el domingo. Había dejado una lata de manteca llena con agua en la cual reposaban varias cayenas. Eso -y que ponía el pelo negrito y la piel suavecita-. Con una lata de leche Klim vertía el agua sobre su cuerpo. Un jabón de Reuter, frotado sobre un estropajo, empezó a disolver los bollitos de sucio. Se enjabonó cinco veces el cabello y aprovechando el mismo jabón lo utilizó como pasta de diente, desechando el usual carbón molido para evitar que algún residuo le manchara la dentadura. Con un paño alrededor de la cintura y unos suecos hechos por el mismo con las maderas laterales de una caja donde venían las manzanas y unos pedazos de tripas para cauchos de automóviles, debidamente claveteadas y reforzadas con el anillo que traían los potes de leche, se fue para su cuarto. Cuidó mucho de no arrugar la ropa y menos el filo del pantalón al vestirse. Los calzoncillos estaban rotos pero no era de esperar que en estas circunstancias alguien los notara y mucho menos la razón de sus apremios. Las medias blancas estaban algo curtidas pero tampoco había razón para dejárselas ver porque en la penumbra del templo, donde el asunto era posible, podrían pasar como de color beige. Eso si; se echo talco Sonrisa en los pies. En un frasquito donde envasaban la penicilina había vertido la colonia Yardley, ya que, para que no se desvaneciese el aroma, la usaría antes de abordar la razón de su dulce incordio. José buscó a su madre para despedirse. Al no encontrarla, la supuso en misa y aprovechó su ausencia para llevarse un pañuelo Pirámide que amorosamente era atesorado en una de las gavetas de la peinadora. Podría presentarse la ocasión de utilizarlo si algo se derramaba sobre la mujer anhelada.

Caminando sin doblar las rodillas para no arrugar el pantalón llegó a la iglesia. Subir los escalones fue un proceso pero lo logró sin llamar la atención. Durante la ceremonia nada llamó su atención. Su pensamiento estaba en la forma de hacer el abordaje. Bueno; nada realmente no. Estaba sentado en una de las filas centrales del templo y en sus proximidades estaba Doña Estilita, la beata más acreditada del pueblo, viuda de quien había sido jefe civil. Gozaba el privilegio, a la usanza colonial, de utilizar un reclinatorio personal, Este, bastante angosto para las dimensiones de la beata, solo permitía el reposo de un octavo de sus abundantes glúteos. José notaba que con mucha discreción Doña Estilita levantaba eventualmente la parte sobrante de uno u otro glúteo para dejar escapar sus pestilencias íntimas, las cuales José trataba de ventilar ante el temor de ser contaminado por tal hedor. Lo sorprendió el momento de la comunión y para arrodillarse torció la pierna de sus pantalones para no hacer sufrir los filos de los mismos. Ni siquiera esperó el final de la misa. Sacó de un bolsillo el frasquito de penicilina lleno de colonia, vació el contenido en sus manos y lo esparció por su rostro, brazos y parte frontal de la camisa, secando el remanente con el pañuelo. Comenzó a caminar animadamente al lado de la bella joven pero su frustración fue indescriptible. Ni siquiera una mirada que le hubiese permitido un saludo. Quien hubiese deseado José que fuese su suegra, fue abordada por un joven muy bien vestido que les señaló un elegante automóvil Mercedes Benz de color negro hacia el cual se dirigieron para partir hacia destino desconocido.

Lloró José de rabia y desencanto. Lloró de dolor y desesperanza. Decidió emborracharse pero ¿Con qué? Ahhh, Isabel siempre dejaba fermentar las conchas de piña para hacer un sabroso guarapo que provocaba un ligero mareo a quien lo tomaba. Tras dejarlo reposar en unas ollas de barro para que fermentara, llenaba unas garrafas denominadas damajuanas en las cuales se envasaba un mal vino hecho por San Juan de los Morros. La pea se desarrolló debajo de una mata de guayaba en la vieja hacienda Los Nísperos. José se había llevado un radiecito de transistores en el cual había sintonizado el programa La Tarde del despecho. Olimpo Cárdenas, José Alfredo Jiménez, Cuco Sánchez, Lila Morillo, Lola Beltrán…

Ando volando bajo,
mi amor está por los suelos
y tú tan alto, tan alto
mirando mis desconsuelos
sabiendo que soy un hombre
que está muy lejos del cielo.
Ando volando bajo,
no'mas porque no me quieres
y estoy clavado contigo
teniendo tantos placeres
me gusta seguir tus pasos
habiendo tantas mujeres.
Tú y las nubes me traen muy loco,
tú y las nubes me van a matar,
yo pa'arriba volteo muy poco
tu pa'bajo no sabes mirar.
Árbol de la esperanza
que vives solo en el campo,
tú dime si no la olvido...



Deliraba José. Creía estar en el barcito de Julián y hablaba solo:

-Juliancito…tráeme otra cerveza. Si, tercio polar y toma otro bolivita. Márcame esa canción de Julio Jaramillo que dice mi muchachita. No vale, la cerveza te la pago con las otras cuando me vaya. Miiira Juliancito, marca la canción cinco veces. Si vale, cinco veces…


Vencido con el alma amargadaSin esperanzas hastiado de la vidaSolloza en un rincón el pobre PayadorSin hallar consuelo a su dolor.Colgada de un clavo la guitarraEn un rincón la tiene abandonadaDe su sonido ya no le importa nadaTendido en una cama no hace más que llorar.En alguna ocasión alguien le oyó esta canción.Mi muchachita no seas cruelVuelve de nuevo quiero verte otra vezSi supieras las veces que he soñadoQue de nuevo te tenía a mi ladoMi muchachita no me dejes morirVuelve de nuevo que no quiero vivirMi muchachita no me dejesQue me mata poco a poco tu desdén




Y por ahí se iba como que si de quien estaba enamorado no fuese una inocente mujer, recién salida de la adolescencia. Como pudo se puso de pié. No había comido en todo el día y no podía vomitar pero a cado rato sentía nauseas. Caminaba en zigzag con un intenso dolor de cabeza y un lagrimeo intermitente. El flamante pantalón orinado y arrugado. La camisa mal abotonada y amarrada a la cintura. Y para rematar, cuando ya estaba llegando a su casa, una jauría de perros realengos le persiguió con saña y tuvo que refugiarse en la cochinera del viejo Lucindo, donde las excretas porcinas le llenaron los zapatos –por dentro y por fuera- de viscosas, malolientes y nauseabundas sustancias. Al fin llegó a su casa pero no se atrevió a dormir en la cama. Ni siquiera en el cuarto. Lo hizo debajo de la mata de tamarindo y amaneció acatarrado.

Tenía que buscar una solución. No quería comer y agua solo bebía en pequeños sorbos. La respiración entrecortada y suspiros continuos emitía, sentado solitario debajo de un cotoperí donde vivían varias iguanas y nadie se sentaba allí para no ser víctima de las defecaciones iguaneras. Pero a José nada le importaba. Cagado por las iguanas y los pájaros, arrastrando la cobija y ensuciando el apellido se iba cabizbajo a su casa para que después de tenderse en la cama transcurrieran horas de insomnio. Ya lo apodaban “perro flaco”. Había abandonado el baño cotidiano y como casi no ingería alimento, ni siquiera utilizaba la sala sanitaria para hacer sus necesidades primarias. La solución sería ponerse a trabajar duro pero ¡¡¡carajo!!! Eso es un castigo terrible. Pero ni modo. Más pudo el amor.

Tempranito se paró en la Encrucijada de Turmero. En el camioncito del isleño Ventura, que iba para el llano a comprar cochinos, aprovechó la cola y se quedó en Ortiz. Cargaba solo un bolívar. Se dirigió a la bodega de Magín y pidió un guayoyo de a locha y dos bizcochos de manteca. Total, un medio. Le quedaba un real y medio y tal vez con ese capital podría comprase una pava y que la pava tuviese pavitos, Luego la cabra y los cabritos, los pollos y los pollitos. En fin, ser rico… rico como Guacharaco, que no sabía ni la O por lo redondo pero tenía ganao´ pa´regalá, haciendas sembradas de maíz y topocho; por Valle de la Pascua un montón de hectáreas sembradas de sorgo y en Calabozo algunos arrozales. Aparte de eso “jembreaba” y tenía hijos regaos por medio Guárico.

Tomó la decisión. Voy a hablar con Guacharaco. No joda, yo soy bachiller, cotorro, blanco, nieto de millonario y bueno, hasta buen mozo. Si Guacharaco pudo, yo más rápido.

Guacharaco tenía su platica pero menos de lo que alardeaba. Unas sesenta vacas, un pequeño topochal y dos o tres hectáreas de maíz. Es verdad que no sabía leer pero con la lengua era un dechado. Una lanza como le decían por el llano. Y para decir embustes, superaba en falsedades a un peso de buhonero. Decía haber sido criado por Juan Vicente Gómez y como testigo mencionaba a Moisés el de Turmero, quien le apoyaba la mentira porque le servía de sostén a la suya, consistente en haber sido ahijado de Gómez. Buena paga y cordial. Siempre presto a ayudar al prójimo. Vestía muy sencillo. Unas alpargatas de suela, un pantalón de dril o crehuela a media pierna y una franela manga larga, enrollada a medio brazo. Completaba el atuendo con un sombrero de paja, raído y bastante manchado. No pelaba un joropo y si se emborrachaba, regalaba una ternera.


Guacharaco lo recibió enchinchorrao y en calzoncillos. Decía que le picaban las patas y que seguro eran niguas y sabañones mezclados. Para aliviarse la molestia pasaba las cabulleras del chinchorro entre los dedos de sus pies. Una pellada de tabaco le abultaba los carrillos y de vez en cuando lanzaba por el espacio faltante del colmillo un escupitajo, tratando de acertar alguna mosca que estuviese por el piso. Algunas veces la alcanzaba en el aire, cual misil boca-aire pero no faltaban las ocasiones en las cuales algún golpe de viento devolvía el asqueroso salivazo y bañaba a sus interlocutores, quienes para congraciarse solo sonreían.

-Gua y que le trae por aquí muchacho

-Bueno, naaa señor Guacharaco

-Y si es naaa, pa´ que vino

-Bueno, déjeme explicarle

Y a continuación le echó todo el cuento

-Mire muchacho. A toa mujé le gusta que le metan embuste. Ellas dicen que quieren sabe la verdá pero mejó metéles un embuste. Y con un embuste yo le voy a resolvé el embrollo. Tráigase unos tres mil bolívares y usté va a quedá como un rey.

Guacharaco era hombre de palabra y cuando prometía cumplía. José cargó sacos de papas ayudando al isleño Julián en el mercado de Maracay, lavó carros, trabajó de colector en una línea de autobuses que viajaba para San Fernando de Apure y hasta dicen los deslenguados que se chuleó una vieja de Camaguán. Pero en menos de quince días, reunió los tres mil bolívares y hasta un poquito más por si acaso un imprevisto.

No terminó su ruta como colector. Se bajó del autobús en Ortiz y presuroso se fue a la hacienda de Guacharaco. Este recibió el dinero y sonriendo le dijo:

-Mire José: Dígale a los padres de la muchacha, oiga bien, a los padres de la muchacha que va a hacé una fiesta en su finca y que quiere que asistan. Llévese estos cien bolívares y cuando to esté cuadrao habla con Dionisio, el que vive en Cagua. El se acaba de comprá un Malibú. Contrátelo para que le haga el viaje hasta acá pero le dice que le quite el aviso de libre al carro. Y le dice también que va a hacé igualito a como hizo con Pascualito, el hijo de Nemesio. El sabe como es la vaina…

A volver a lavar la ropita que ensució cuando fue a la iglesia esperanzado para abordar a la doncella. Bien vestidito se hizo presente José en la casa de su divino tormento. La boca seca. Las palmas de las manos sudorosas y las rodillas, como para hacer verso, también temblorosas. Pero José era audaz y carraspeando pidió permiso para pasar.

-Doña Victoria…espero no molestarla pero quiero que me haga un honor junto a su familia. Tengo una finquita en Ortiz y voy a hacer una fiestecita. Va a haber una ternera y un joropito y no quiero que usted se lo pierda. No se preocupe. La llevo y la traigo y de verdad no se preocupe porque voy a buscar un hombre para que me maneje…

-Muchacho ¿Y tu tienes carro? ¿Y finca? ¿Y desde cuando?

Si Doña Victoria. Lo que pasa que lo tengo que tener calladito. Usted sabe que yo no soy amigo de vicios y cuando la gente sabe que uno tiene sus realitos lo buscan para parrandear. Y esos no son amigos. Esos no son más que unos borrachos.

-¿Y para cuando es eso?

-Bueno, para el domingo que viene pero si usted no puede ese día yo paso la fiesta para otro día.

-Está bien José. Te aviso mañana

Doña Victoria, que no tenía un pelo de tonta se ocupó de averiguar por el pueblo pero poca información pudo obtener. Solo que José era hijo de un médico y nieto de un millonario pero nada concreto.

-Hummm –decía para sus adentros- Este muchacho como que se trae algo entre manos. Casi nunca lo veo y ahora se sale con eso. ¿No será que le gusta mi muchacha? Bueno, no es mala idea. Ya está en edad de casarse y aunque no le gusta mucho el monte, se puede quedar aquí mientras ese muchacho trabaja en su finca.

Al día siguiente, al ser visitada por José, sin dejarlo pasar y desde la ventana le dijo que aceptaba la invitación. Convinieron en que la pasaría buscando a la salida de la misa de diez.

Con el corazón en la boca, esperando que Dionisio no tuviese compromisos, se fue a Cagua para contratarlo. Todo quedó convenido. Desde allí se montó en un autobús y llegó a Ortiz para cuadrar con Guacharaco.

Llegó el día convenido. José, parado a la puerta de la iglesia estaba como palo de gallinero.

-¿Y si Dionisio no viene? ¿Y si la muchacha no quiere ir y me tengo que ir con la vieja? Coño ¿Y si se vuelve a aparecer el tipo del Mercedes?

Comenzó a salir la gente de la misa. Y en ese momento Dionisio llegó estacionándose al frente de la iglesia. El Malibú limpiecito, sin el aviso y Dionisio vestido todo de caqui con una corbata negra. Se acercó a José y con el dedo del medio y el pulgar, guiñando al mismo tiempo un ojo, sonrió. Al fin salió doña Victoria acompañando a su capullo. José se acercó a ellas. Les señaló el automóvil y ambas sonrientes y complacidas se acercaron mientras Dionisio les abría la puerta trasera. José se sentó adelante. El trato de Dionisio para con él era casi servil. Le trataba de patrón, de “mi jefe”. En fin; pura sumisión.

Cuando llegaron a Ortiz se desviaron para dirigirse a la finca de Guacharaco. José se quedó boquiabierto. Hasta bambalinas habían colgado. Un par de barriles llenos de cerveza, y una buena cantidad de invitados. En un pequeño caney había un grupo de músicos y cerca del sitio, un negro preparaba el asadero. Muy próximo, sobre topias, en unas latas de manteca vacías que servían de ollas, sancochaban yucas y topochos. Nada más entrar José la gente lo rodeó, lo saludó y el zamarro Guacharaco se acercó sonriente y le dijo:

-Tooo listo patroncito. Como uste lo pidió y tan bellas damas se lo merecen…y es que a usté que le gusta cantá debería cantá aquella canción que decía y guena que está la mae y guena que está la hija…

-Respete Guacharaco ¿Dónde cree usted que está? Respete a las damas. Y José, ya dueño de la situación continuó regañando a Guacharaco y luego, saludando a los presentes se convirtió en el centro de la atención. Dio un par de vueltas y entre asombro y risas se acercó a Guacharaco para agradecerle la ayuda.

-Gua, y toavía farta… Y mire, la doñita toavía la buenamoza. Vamos hasta allá pa decile argo

-Cuidado Guacharaco con una vaina

-No Joseito. Quédese tranquilo y acercándose a las mujeres que descansaban en un par de poltronas les pidió que le acompañaran para hacer una escogencia.

-Doña Victoria ¿Puede acompañarme al corral? Si la señorita lo desea puede venir.

Como es de esperar, nada de olor a mastranto ni los pajaritos cantando. Un sol que como escribió Andrés Eloy, tuesta blancos y suda negros y aparte de eso, un mosquero. Doña Victoria y su hija no encontraban donde pisar porque todo era excremento.

-Doña Victoria –le dijo Guacharaco- Escoja el animal que usted desee para ponerlo a asar.

-Ay nooooo, ¡Que horror! Yo no quiero ser verduga.

-Y la niña, no quisiera….

-Ayyyy no señor Chaguaramo….eso es pecado

-No mi niña, Chaguaramo no, Guacharaco y para sus adentro se dijo: Hummmm, pecado mata la ternerita pero jartásela si es güeno…

-Ayyyy disculpe señor Guacharaco. Yo no, pobrecitos esos animalitos, véale los ojos, parecen que fueran a llorar….ayyy no, yo no hago eso.

Guacharaco ya había previsto esa reacción. Las llevó para el caney y volviendo a un galponcito cercano, destapó un becerro flaco, ya sacrificado y casi en el hueso que tenía tapado con unos sacos de coleto. Echándoselo al hombro lo llevó a la candela.

Ya José tenía entre pecho y espalda unas cuantas cervezas y poco acostumbrado al licor, estaba muy animado. El arpista afinaba su instrumento y José pegó un grito pidiendo música y muy emotivo declamó La Negra del Maraquero.

Marcelino el Maraquero se estremece en el chis-chas
y su negra Casimira sólo baila que cara',
con cualquiera que la saque
como a corcho 'e limoná

Finalizó entre aclamaciones y se hizo presente un muchachón de nombre Reinaldo Armas. Y que era de Valle de la Pascua y estaba cantando en joropitos de fin de semana. Pidió un tono y dirigiéndose a José le dijo:

-Don José: Me voy a permitir interpretar una de sus tantas composiciones, ¿Porque no me acompaña con el cuatro?

Y José se preguntó -¿Cuál composición no joda?

Pero no lo dudó. Sabía tocar el cuatro y en el camino se enderezarían las cargas. Tras arrancar el arpista, se fajó con el cuatro mientras Reinaldo se ocupaba del canto…

Así transcurrió la tarde. Ya anocheciendo Doña Victoria, henchida de placer y muy halagada se acercó a José manifestándole su agradecimiento y su cansancio. Le pidió regresar…

Por el camino, José le echó una agarradita de mano a Nélida y hoy, cuando esto escribo, ya tienen más de 30 años casados…

Yo creo que ella siempre supo que José no tenía ninguna parcela.

José Hermoso Sierra

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