domingo, 19 de junio de 2011

A PROPOSITO DE NAPOLEON

No recuerdo exactamente la anécdota pero creo que proviene de Miguel Otero Silva quien narró que estaba por Europa, acompañado por el Maestro Rómulo Gallegos y decidió invitarlo a una exposición de arte moderno. Entraron al salón y al comenzar a observar las telas pintarrajeadas, el maestro, protestando con su recordado vozarrón cuando entraba en estado de cólera, abandonó de inmediato el lugar, criticando severamente los cuadros a los cuales no consideraba arte aunque estaban respaldados por las críticas favorables de numerosos especialistas.
Leo ahora un artículo de Mario Vargas Llosa donde hace referencia a un caballo artista. Su propietario, un pintor de nombre Sergio Caballero -muy adecuado a su oficio con Napoleón - le pone entre los dientes un pincel y el equino se ocupa de embadurnar una tela. Ya los snobs, atendiendo quien sabe cual comentario de algún crítico asociado con algún especulador, han comenzado a adquirir las obras ¿de arte? En la librería Mutt de Barcelona a la cual califican como “la librería templo” inauguraron la exposición con el nombre “Abstracción en el establo”. Por supuesto, nada más abierta al público, los pendejos hicieron cola y llegaron a pagar hasta 10.000 euros por lienzo. Ninguna pudo estrechar la mano –corrijo, la pata – del cuadrúpedo porque no fue invitado. Tal vez los dueños de la impoluta librería temían que en un acto natural Napoleón dejase caer al piso un par de quilos de caca.
Indudablemente somos nariceados por especialistas, creadores de imágenes, críticos de arte, medios de comunicación y paremos de contar. Cualquier “dice groserías” es considerado un fino humorista. Algunas veces me engancho con un programa televisado de ese estilo en espera de otro programa y no puedo comentar otra cosa que se trata de una vulgar basura. Un par de tipos emulando burlonamente a una fea mujer o a un gay, pretenden hacer – y lo hacen – las delicias del cautivado televidente. Los Cds de estos humoristas, plenos de vulgaridades, inundan ilegalmente los mesones de los comerciantes informales, título cambiado por el de tradicional buhonero –con una antigüedad de ocho siglos– para no hacerles sufrir una humillación.
El crítico de arte decide y basta con su comentario positivo o negativo para llevar al pináculo de la fama o al foso del descrédito a cualquier artista. En un pueblito del occidente venezolano al cual prefiero no nombrar para no quitar el ingreso monetario que les produce, vive una familia campesina que además de sus labores agropecuarias, se ocupaba de restaurar o mejor dicho, remendar santos de yeso o madera. Ocurrió que este grupo familiar decidió abandonar el catolicismo y pasarse a las filas de una de esas religiones denominadas protestantes y en una absurda interpretación de la biblia, donde se prohíbe adorar imágenes, decidieron que era pecado repararlas. Por supuesto, los animalitos y el maicito no daban para vivir y comenzaron a hacer algunas tallas policromadas para redondear el ingreso. Realmente simples pero bonitas. Tal vez una buena artesanía. Era el trabajo del grupo familiar y en un viaje al lugar compré un par de ellas. Creo que para los años ochenta serían a bolívar cada una. Pero sucedió lo inesperado. Una sacerdotisa del arte, uno de esos templos cuya sentencia es inapelable, decidió considerar arte las tallas de madera y como para el momento de su descubrimiento estaba presente un solo miembro del grupo familiar, le atribuyó a él la autoría. Se llevó un par de tallas y las colocó en su escritorio. Las tallas subieron de dos bolívares a veinte mil y muy pronto se hicieron inalcanzables para los viejos clientes. Hoy el negocito ha decaído pero se siguen vendiendo y todo el grupo familiar es el que se ocupa, sin distinción entre ellos, de tallar y pintar las figuras aunque es solo uno el meritorio porque como fue el elogiado, es quien las firma.
Quien sabe cuántos grandes artistas tenemos entre nosotros que por su antipatía personal, su comportamiento irreverente –no permitido antes de ser genio – no son apreciados. Joshua Bell, violinista al cual se le pagan grandes cantidades de dinero por sus conciertos se sentó en un banquito dentro de una estación del metro de New York a ejecutar con su Stradivarius seis obras de Bach. Nadie “le paró”. Apenas un niño se detuvo pero su acompañante le hizo continuar caminando. El único pago fue el de una anciana que le lanzó una moneda. Nadie supo apreciar la calidad de la música pero… si hubiese sido medianamente publicitada, hubiese ocurrido un colapso en el sistema de transporte. Y así sobran las historias. La más reciente es la de la maestra que subrepticiamente logró meter en una exposición algunas pegatinas de sus alumnos y pedir la opinión a los asistentes. ¡¡se deshacían en elogios de esas cartulinas que al final de la jornada escolar paraban en el pipote de la basura!!
¿Qué es realmente arte? ¿Acaso será lo que nos llena el espíritu, lo que nos causa un alboroto interno, lo que nos satisface? Aparentemente no. Colocamos cuadros en nuestras casas porque combinan con los muebles o porque es lo que se estila. Se compran libros por metros con carátulas bien encuadernadas para que sepan que somos cultos (Castellanos dixit) y común era en los ochenta las exposiciones-ventas en algunos hoteles de litografías parcialmente embadurnadas con pintura para que pareciesen totalmente pintadas a mano, vendidas a tres por una y adquiridas masivamente.
Finalizo con las palabras finales, ligeramente modificadas, de Vargas Llosa: ¡Bienvenido, pues, Napoleón, al arte del estúpido tercer milenio

Jose Hermoso Sierra
Junio 2011

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